Acerca de política e esgotamento

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Dionísio González

 

Entrevista de Peter Pal Pelbart acerca de política e esgotamento

Posted by laboratoriodesensibilidades on 30/04/2014 ( facebook )

La conversación con PeterPálPelbart – filósofo y coordinador de grupos de teatro– tuvo varios momentos entre San Pablo y Buenos Aires, y en ese tránsito gira en torno al problema del agotamiento y el nihilismo: ¿cómo reconocer el agotamiento de la imaginación política y la falta de imágenes y lenguajes para fabular el presente y pensar lo que vendrá?; ¿qué sistemas perceptivos merecen ser activados en una situación de agotamiento de las posibilidades?; ¿cómo transitar esos momentos?

Peter va presentando a lo largo de la conversación una serie de personajes o figuras (“el agotado”, “el vidente”, el que huye…) que sin nostalgias ni melancolías, sin catastrofismos ni ingenuidades, emprenden de manera alegre y hasta con alivio esa ambivalente travesía que parte de la decepción, implica la destrucción de lo que está muriendo y, fundamentalmente, apuesta a descubrir aquello que nace. Cuando los posibles de la época se agotan, los clichés aparecen como lo que son, como meros clichés: el desafío político (pero también el de la filosofía) es el de activar una percepción colectiva capaz de diagnosticar estos momentos y, también, darles cuerpo a las nuevas sensibilidades que distribuyen de otro modo lo deseable y lo intolerable.

Según Peter, una desilusión o decepción que implique la ruina de ciertas utopías y esperanzas (incluso aquellas a las que no se suele renunciar) puede ser la condición para iniciar esa travesía.

Sobre el agotamiento de los posibles

¿Por qué el nihilismo te parece la figura adecuada para pensar el momen­to actual? ¿Lo ves como una forma de transición o pasaje necesario?

Hay aspectos del pensamiento de Nietzsche sobre el nihilismo que son un enigma, especialmente en sus últimos textos, los que se cono­cen como Fragmentos póstumos, que no fueron publicados en vida de Nietzsche como libro, pues constituyen documentos preparatorios de una obra que nunca se completó, La voluntad de poder. Allí el lector no consigue distinguir si Nietzsche está diagnosticando una situación que condena o si la está asumiendo como deseable, si está criticando al nihilismo o si más bien él mismo se hizo nihilista. Esa ambigüedad no puede atribuirse al escrito o a cierta utilización confusa de las palabras, sino al estatuto en sí mismo equívoco del concepto de nihilismo.

El nihilismo, en su acepción más inmediata, podría ser definido como la desvalorización de todos los valores “supremos”, el desmo­ronamiento de un edificio moral, religioso y civilizatorio; de modo tal que aquello que valía deja de valer y lo que era respetable se banaliza. Nietzsche detecta esta situación de crisis como necesaria y, en lugar de lamentarse, muestra hasta qué punto estos valores supremos (el “bien”, la “verdad”, la “justicia”, lo “divino”) estaban fundados so­bre la nada. Pero al mismo tiempo, percibe que ese momento en el que la nada de fundamentos aparece como culminación del proceso resulta muy delicado.

El hecho de que esos criterios morales le hayan dado sentido y dirección a la vida es la causa de que la vida misma termine deprecian­dose. Nietzsche denuncia toda dependencia de la vida, toda sujeción respecto de algo extrínseco a sí misma. Estos valores que daban sen­tido a la vida, al mismo tiempo la vaciaban de su sentido intrínseco. Si la vida depende de otra cosa, es porque está vaciada. Por eso, cuan­do se revela que los atributos que daban valor han perdido su valía, la vida pierde todo sentido y queda desnuda, revelando su falta de sentido intrínseco. Y bien, se trata de un acontecimiento necesario. No es un suceso histórico, sino que la historia en sí misma puede ser vista como un proceso de devaluación de los valores.

Ese momento en el que descubrimos que los valores ya no valen es el más peligroso, porque estamos al borde de afirmar que nada vale la pena y que todo se equivale. Hay una tonalidad afectiva que expresa ese momento agónico del nihilismo: “todo es vano, nada vale, nada merece la pena, todo se equivale”. Nosotros podemos muy fácilmente reconocer en el sujeto posmoderno un ejemplo de esta tonalidad. Y podríamos adoptar una posición extrínseca y crítica, a la manera de un juez. Pero no es el caso de Nietzsche, quien va a acompañar ese proceso hasta su término, lo va incluso a estimular, aduciendo que no hay que frenarlo ni interrumpirlo: no tiene sentido recomponer lo que se está rompiendo, volviendo a pegar los pedacitos sueltos. No sólo hay que dejar que se rompa aquello que se está desmembrando, sino que conviene intensificar la descomposición.

Hallamos aquí la ambigüedad de Nietzsche: ¿está diagnosticando algo que condena o él mismo se volvió nihilista? Yo creo que son las dos cosas, pues nos habla de una destrucción que avanza y que sin embargo hay quienes la quieren frenar anteponiendo valores sustitu­tivos. Por ejemplo: Dios está muerto, pero su lugar es ocupado por la ciencia, la razón, el progreso, o incluso por el Hombre. Todos estos herederos de los valores supremos, que pretenden sustituirlos, aspi­ran a detener la disgregación. Pero Nietzsche recuerda que si Dios ha muerto es porque también ha caducado el hombre que proyectó sobre Dios sus pretensiones (es el antihumanismo que luego reto­marán también Foucault y Deleuze). Todas y cada una de las figuras sustitutivas colaboran en impedir la posibilidad de un pasaje. Y ése es el sentido de la ambigüedad, pues Nietzsche propone asumir la necesidad de la destrucción, para que otra cosa sea posible, para que nuevas fuerzas reinventen la vida.

Nietzsche se encarga de distinguir entre una destrucción que pro­viene del arrepentimiento, la sed de venganza y el odio, y otro tipo de destrucción que se origina en un enfático sí. Estas figuras nos permiten realizar un diagnóstico diferencial de los nihilismos, nos permiten interrogar el tipo de fuerzas que están pugnando por existir: ¿qué fuerzas están presionando para pasar? ¿Son fuerzas activas o reactivas? ¿Es un movimiento afirmativo o negativo? ¿Estamos ante un proceso de superabundancia vital o más bien en una pendiente de pauperización de la existencia?

¿El pensamiento hoy tendría como exigencia entonces captar esta to­nalidad afectiva tan ambigua como es el nihilismo?

Me gustaría quedarme con la imagen de este momento delicadísimo del nihilismo, a la vez ambiguo y privilegiado, en el que está en juego el pasaje de fuerzas incipientes, que aparecen enredadas en formas que, aunque rotas y claudicantes, todavía operan como prisiones. Percibir este punto de viraje de las fuerzas es lo más difícil, pues uno no sabe si está en un proceso que tiende hacia la muerte o si más bien está en pleno nacimiento. Puede ser una persona, una cultura, un acontecimiento, lo mismo da. Hay un instante en el que no puede saberse a ciencia cierta si todo está en vías de agotarse o si está te­niendo lugar una reinvención.

Hay quienes desarrollan un olfato extremadamente agudo en estas situaciones. Nietzsche, por ejemplo, siente con mucha nitidez el olor de lo decadente y acompaña casi con placer de anatomista sádico lo que se está pudriendo, pues al mismo tiempo él percibe aquello que va liberándose. Me pregunto si nuestro desafío hoy no tiene que ver con esta operación casi esquizofrénica, que pasa por aprehender lo que está muriendo y descubrir lo que va a nacer, quizás al mismo tiempo y a veces en los mismos fenómenos.

Si así fuera, debemos tener en cuenta algo que podríamos llamar la tonalidad afectiva, que para mí define la naturaleza de cualquier filoso­fía. Es la capacidad, por un lado, de enterrar lo que se está muriendo. Goethe habla de un derecho de las cosas que se agotan a ser enterra­das. Y simultáneamente hay otro derecho, que no es sólo el que tienen las vidas que ya están constituidas. Hay que poder pensar también en el derecho de aquello que todavía no nació, de lo que como dice Nietzsche, está por venir. Enterrar lo que se muere, entonces, para que pueda germinar lo que está viniendo y no sabemos aún qué es, porque todavía no tiene nombre ni forma reconocible.

Nietzsche menciona una figura un poco dramatizada para referirse a lo que viene más allá del hombre. El “superhombre” no es el hombre elevado a la enésima potencia sino la disolución de la forma hombre en cuanto tal, de la moral y la razón, del cuerpo adiestrado, domesti­cado, racionalizado. Pero lo que importa no es tanto la definición de lo que viene, sino la idea de que aquella destrucción es la condición de una travesía, la apertura de una posibilidad. Esta sensibilidad habilita a ciertas personas a atravesar la catástrofe con alegría y hasta con alivio. En cualquier caso, sin catastrofismo. Cero de nostalgia y de melancolía, pero también sin ingenuidad. Porque lo nuevo es absolutamente inde­terminado, es imponderable y no hay ninguna necesidad histórica para que aquello que viene sea mejor de lo que fue. No hay garantías.

Un pensador que para mí encarna esta tonalidad en términos políticos es Toni Negri, que detesta esas figuras caducas de la soberanía, el estado, el trabajo y el poder constituido, al punto de que ha llegado a regocijarse cuando son arrasadas por el posfordismo, que sin embargo es una nueva forma de esclavitud. De ahí, también, la ambigüedad de su reflexión.
Justamente nos interesa caracterizar el momento de impasse como una indeterminación en suspenso, en la que no se alcanza aún a percibir más que una ambigüedad radical y, por tanto, se vive una desorienta­ción fuerte sobre lo que significa la acción política autónoma…

Volvamos a esa suerte de agotamiento vital, esa extenuación que ca­racteriza al momento de pasaje y que determina su ambigüedad, por­que esa extenuación deberá cumplimentarse hasta el final. Es como si debiéramos llegar a una “vida desnuda”, una vida que ha sido des­nudada de todas las capas que en ella sedimentaron. Aquí podríamos hacer un paralelo entre lo que Agamben llama “nuda vida” y lo que Deleuze llama “una vida”.

Para Agamben, la “nuda vida” es el efecto o la consecuencia de un paradigma jurídico y político (el campo de concentración) que redu­ce a la vida a su estado biológico, a su mínima potencia. Esta forma de vida es vecina pero distinta a lo que Deleuze llama, por su parte, “una vida”, que es un concepto brumoso, ni siquiera estoy seguro de que sea un concepto. Una vida, dice Deleuze, es algo que se encuen­tra tanto en el bebé como en el moribundo, porque es una vitalidad elemental, que no tiene forma pero puede ser el origen de varias for­mas de vida. Este vitalismo de Deleuze es muy raro, porque es un vitalismo al que se accede luego de una deconstrucción generalizada de todas las formas de vida. Recordemos su imagen del “cuerpo sin órganos”, que es una manera de deshacer el cuerpo para encontrar esa superficie intensiva y vital, más acá de todas las determinaciones que hoy podríamos llamar biopolíticas.
Los órganos y el organismo son ese conjunto de formaciones cris­talizadas que utilizan los biopoderes para maniatar al cuerpo, el resul­tado de las camadas de “adiestramiento civilizatorio”, como señaló Nietzsche, o la “docilización del cuerpo” que Deleuze y Foucault advir­tieron, hasta llegar a la actual camada biopolítica. Pero si precisamos descomponer esas formas cristalizadas en nuestro cuerpo no es tanto para conquistar un grado cero, sino para abrir una nueva disposición donde otra conjugación de flujos sea posible.

Insisto entonces en que precisamos recorrer con mucha delicadeza ese grado de extenuación o de muerte que es una condición del viraje, para evitar las modalidades excesivamente viriles que suelen adoptar las teorías del acontecimiento. Me interesan los esfuerzos por pensar el momento donde percibimos posibilidades que están muriendo y hay algo que parece nacer, pero su forma aún aparece totalmente in­determinada. Es muy difícil sostener la atención en estas circunstan­cias, sin apelar a formas previas para aplacar la angustia, sin recurrir al automatismo nostálgico. Es un ejercicio singular el que requiere una realidad en la que se agotaron las posibilidades dadas, donde no hay ya espacio para efectuar los posibles conocidos y se trata de averiguar si estamos en vías de creación de nuevos posibles. Aunque es aquí donde hay que ser muy sobrios, como quería Bergson cuando critica­ba ferozmente la idea misma de posible, como si lo porvenir estuviera ya almacenado en un stock listo para ser aplicado.

¿Se trataría de asumir un agotamiento de fondo para que, recién en­tonces, tengan espacio otros posibles?

Deleuze presenta en un texto muy corto a un personaje que llama el agotado. Su agotamiento se distingue de la fatiga del “cansado”, por­que este último se propone recobrar sus fuerzas para poder continuar su marcha por el mundo. El agotado, por el contrario, ya no tiene fina­lidad. Él no está ni siquiera acostado sino más bien se encuentra sen­tado, con la cabeza entre las manos. No duerme, no consigue dormir, sin embargo sueña, pero se trata del sueño de un insomne. No es tam­poco una vigilia tensa, aunque a veces afina la percepción. Para él las palabras ya están muy codificadas, porque el lenguaje es un territorio donde sólo funcionan los automatismos de la memoria, las reacciones previsibles. El habla, entonces, no sirve. Hay que prestar atención a los agujeros del discurso. Las voces que el agotado escucha son de otros y no se logran distinguir, lejanas y ajenas. Es todo muy enigmático en la descripción que realiza Deleuze.

Pero hay algo que sí pasa y que concentra el interés, ciertas imágenes que de golpe advienen y desaparecen de modo fugaz. Son imágenes in­candescentes, que surgen como en una especie de aparición, de repen­te. Imágenes que queman y se queman, se consumen porque son pura intensidad, intensidades en estado puro. Son como visiones y el agota­do es una especie de vidente, alguien capaz de vislumbrar potencias que así como aparecen también desaparecen. Pero, que aun cuando desapa­recen, quedan de ellas un rastro, como la sonrisa del gato de Alicia.

Se podría pensar que el agotamiento de los posibles almacenados, su completa extenuación, es ese momento en que los clichés aparecen como lo que son, como meros clichés. Normalmente estamos colma­dos de fórmulas hechas sobre qué es amar, sentir, hacer la revolución o ser sensible frente a la tragedia del otro. Pero hay veces que dejamos de creer y de apelar a esos clichés, porque la cadena de automatismos sociales queda interrumpida y entonces nos sentimos extraños, como habitados por formas de ser que ya no nos agarran, y quizá sin noción de lo que a partir de ahora podrá ser el amor, la revolución o la amis­tad. Sin embargo, como afirma Zourabichvili en un artículo sobre lo involuntario en la política,1 es cuando la mecánica social se detiene que una nueva sensibilidad aparece en el socius y distribuye de otro modo lo deseable y lo que a partir de ahora será evaluado como into­lerable.

Así pueden ser pensadas las rupturas y las revoluciones socia­les, como un desplazamiento de las fronteras entre lo que se desea y lo que se considera intolerable, una nueva distribución en la que primero surgen visiones de potencias con las cuales uno no sabe qué hacer. Aquí se trata de ver si tenemos la fuerza y la inteligencia necesarias para construir los agenciamientos concretos que las corporicen.

La imagen del impasse es también la de un cierto agotamiento de la imaginación política y, por tanto, una falta de imágenes y lenguajes para poder pensar lo que vendrá y para fabular el presente…

A mí me gusta la idea del vidente, que percibe imágenes que asoman e inmediatamente desaparecen. ¿Qué nuevas potencias pudimos dis­tinguir antes de que desaparecieran? ¿Y cómo, aun si no llegaron a cobrar forma, dejaron su marca en la redistribución de las fronteras de lo que es posible, lo que es deseable y lo que es intolerable? Hay ahí un desafío a la imaginación, una capacidad de fabular en torno a ciertas imágenes que expresan potencias que están y se mueven. Esta labor del vidente nada tiene que ver con un estado de contemplación.

Pero también me pregunto por nuestra capacidad para atravesar los niveles perceptivos con que acostumbramos a evaluar las situa­ciones de las que participamos. Hace poco estuve en un encuentro de colectivos culturales de todo Brasil. Me encargaron la coordinación de un segmento de la reunión, es decir, tenía que escuchar lo que se de­cía y luego devolver lo que me había parecido significativo. Yo estuve prácticamente todo el tiempo en un total desconcierto. Eran personas muy jóvenes y no entendía la mitad de lo que decían, no comprendía directamente las palabras que usaban, los lenguajes y giros que em­pleaban. Estuve a punto de frustrarme, porque permanecí muy atento, tratando de entender, pero sin embargo no enganchaba.
Hasta que un chico de no más de 20 años contó una historia muy simple y magnífica en torno a su experiencia, que sin embargo nos ha­bló a todos. Junto a su grupo de música (Espacio Cubo) inventaron una moneda paralela (los “cubo-cards”) en la ciudad de Cuiabá, con la que reconfiguraron el circuito de intercambios culturales, instituyendo el trueque como una modalidad contemporánea de relación, dejando en el margen al poder público, a las instituciones y a la iniciativa privada. Con esta moneda autónoma, que comenzó a circular en la periferia, la vida cultural de la ciudad experimentó una mutación significativa. A tal punto llegó el vuelco que finalmente el estado y las empresas, al perci­bir que era ése el circuito por donde la “vida” urbana circulaba, termi­naron comprando “cubo-cards” para poder contratarlos en sus shows y actividades. En fin, aquella iluminación me permitió escribir un texto que a los asistentes parece haberles servido, pues en él reconocieron problemas que estaban experimentando prácticamente, como el de la biopolítica, la economía inmaterial, las redes autónomas, etc. Así fue cómo esta historia nos mostró que había mucho en común entre quienes a priori parecíamos extraños, pero también nos sirvió para percatarnos de lo toscos que a veces son nuestros (o por lo menos mis) instrumentos perceptivos, de la incapacidad para leer lo que está pasando alrededor. Creo que, en este sentido, la percepción es un pro­blema profundamente político. Hay que prestar mucha atención a las condiciones de posibilidad que configuran la percepción colectiva.

Sí, la cuestión para nosotros es, también, poder descubrir formas de percepción que no dependan de un puro voluntarismo…Peter Pál Pelbart 213
Bueno, nada de todo esto nos viene dado. Cuando nuestra voluntad se ejerce como voluntarismo los efectos son contraproducentes, porque movilizamos clichés que nos impiden percibir lo que realmente está a punto de advenir. No basta el optimismo productivista, que en general permanece insensible a las capas de memoria afectiva que se fueron acumulando y que pesan sobre la vida cotidiana.

Una artista argentina radicada en París hace veinte años, Alejandra Riera, que desarrolla uno de los trabajos más radicales que conozco, tiene una frase que me parece impresionante: hay que empezar por la decepción. La proposición encierra una rara sabiduría, que no debería ser leída literalmente; no creo que su sentido sea la renuncia sino más bien la prudencia, la preocupación por despejar el conjunto de ilusio­nes y de falsas expectativas, ese voluntarismo excesivo que tan bien sienta a nuestro narcisismo activista y que nos impide ver lo que pasa alrededor, los impasses, el cansancio, la repetición. No, en esa frase no hay ni un mínimo de resignación.

Quizás esa decepción tenga que ver con el agotamiento del que hablamos antes, con la extenuación de los posibles que formaban parte del repertorio, y con una desilusión que se vuelve necesaria para que otra cosa aparezca y otras posibilidades surjan del contex­to. Sé que parece vago y políticamente no siempre resulta estimulan­te, pero no hay nada más patético que negar la muerte, la catástrofe, el dolor y el sufrimiento, en nombre de alguna causa trascendente o históricamente relevante.

Hace algunos días leí un libro que porta el más bello título que conozco, Dostoievski lee a Hegel en Siberia y cae en llanto. Lo escribió el filósofo húngaro Földeny, quien plantea hipótesis un poco fanta­siosas pero encantadoras. Cuando Dostoievski estuvo exiliado cua­tro años en una pequeña ciudad de Siberia, luego de sufrir la prisión política y casi la ejecución, le encomendó a su hermano que le envia­ra libros, entre ellos algunos títulos de Kant y Hegel. Un día leyó un pasaje de Hegel donde el filósofo menciona a Siberia como ejemplo de un lugar irrelevante desde el punto de vista de la historia y del desarrollo de la cultura universal. Cuando Dostoievski se percata de Conversaciones en el impasse 214
que desde la perspectiva de la historia y la filosofía su exilio y su dolor singular no tienen existencia alguna, cae en llanto. Su padeci­miento no tiene derecho de ciudadanía.

Quizás este tipo de ideologías que instauran disimetrías tan alevo­sas entre la historia universal y la vida de la gente concreta ya han sido superadas en parte, luego de las lecciones que las tragedias del siglo XX nos dejaron. Pero tal vez no sean sólo cosas del pasado. Hay algo que enseña Nietzsche cuando habla del dolor, del sufrimiento, de la decepción, de la ruina, también Kierkegaard, que es una cierta positivi­dad de esos pasajes, aunque entre el temblor y el temor.

Lo que quiero decir, de manera muy zigzagueante, es que una cierta desilusión, o más bien una decepción, que implica la ruina de ciertas utopías y esperanzas, puede ser la condición para perci­bir otras fuerzas que piden pasaje, incluso las más vitales, que no pudieron expresarse porque permanecían subordinadas a imágenes obligatorias de evolución, a proyectos preformateados o a ilusiones a las cuales no se suele renunciar. Dice Deleuze que hay un tipo de sobriedad que exige ser conquistada, una involución que nos permi­te deshacernos de muchas capas y que nos conduce a crear las líneas más simples, más puras, más vitales, como en un dibujo japonés.

Sabemos, por la anécdota del rey que encomienda una obra al mejor artista del imperio, que a veces un único dibujo demanda diez años de trabajo. Y aun si finalmente la ejecución tarda sólo unos pocos segundos, el verdadero esfuerzo creativo precisó esos diez años de “concentración”.

Nosotros hoy no tenemos ese tiempo. Vivimos en el imperio de la pura velocidad, donde las urgencias se multiplican cada minuto que pasa y hay que inventar mecanismos sutiles para acoger aquella sa­biduría. Hay un libro reciente que circula entre algunos colectivos de Europa, se titula Micropolítica de los grupos, que trata de sistematizar algunas lecciones aprendidas a lo largo de estos años de militancias grupales. El texto cuenta con varias entradas conceptuales, y no es raro que la primera sea “autodisolución”.

¿Qué entendés vos por autodisolución?

Hay un autor que les gustaba mucho a Foucault y a Deleuze, también a Derrida. Él dejó una marca muy fuerte pero casi imperceptible en esa generación. Me refiero a Maurice Blanchot. Discretísimo, invisible, so­lía negarse a dar entrevistas, a mostrar su rostro, se ocupó sólo de lite­ratura, pensó sobre el agotamiento del autor, sobre la escritura como exilio y deportación, como olvido y flujo impersonal, contra los códi­gos de la representación, contra el humanismo del hombre que utiliza la literatura para reconciliarse consigo mismo. ¡No!, dice él, existe una dimensión de errancia, de ruina, de erosión, que es constitutiva del pensamiento, que cuestiona la mera interioridad reflexiva y establece conexiones con el afuera, permitiendo una intimidad con la distancia.

Todo eso podría sonar en el límite de lo místico, o próximo a Heidegger, pero en mi perspectiva es todo lo contrario. Me parece que Foucault tiene mil veces razón cuando asegura que Blanchot fue quien nos enseñó la exterioridad, y si la literatura volvió a ese lugar tan confor­table, intimista, psicológico, biográfico, es decir, entró en el mercado del trueque como una mercancía más, pues entonces hay que abando­narla. Esa relación con la exterioridad es una lección filosófica, estética y política. Deleuze la convirtió en el eje de su lectura de Foucault.

Si me permiten, agrego una palabrita sobre el apagamiento. Hay una linda versión rescatada por Blanchot sobre la génesis del mundo, que proviene de la interpretación que ofrece la tradición cabalística. Según esta tradición, para hacer el mundo, o más bien para dar espa­cio para que el mundo surgiera, Dios tuvo que retraerse, en un cierto sentido desaparecer. Esa renuncia y ese autoapagarse habría sido la obra divina más generosa. La relación de creación no supone enton­ces el comando, la autoridad, el poder, sino más bien da lugar a lo opuesto: una especie de discreción, de reflujo, donde el desaparecer es donación. La maternidad o la paternidad neuróticas y posesivas, en general, van en el sentido contrario, aplastando por exceso de cuidado o presencia o voluntad, el derecho de lo que está por venir, que es por definición indeterminado e imprevisible.

Hay que cuidarse de mistifcar esa versión tan seductora de la gé­nesis. Este tipo de parábolas, interpretaciones, anécdotas (así como las que se encuentran en Benjamin y abundantemente en Agamben) no deberían servirnos de imperativos morales, ni de deriva religio­sa, sino como nutrientes para inventar dispositivos muy concretos para nuestros contextos también muy concretos, de modo tal que el liderazgo o el comando puedan ser repensados en función de diná­micas más abiertas, multitudinarias. Para retomar una imagen de Yann Moulier Boutang, aunque un poco distorsionada: hay momen­tos en que deberíamos pensar más en términos de polinización que de producción de miel.